EL SUSTO DE DON MARCE


Mi primo Mario Caravelini, como lo bautizó Germán Blanco Del Castillo a mediados de los noventa. Sacaba cuidadosamente las canas de nuestra finada tía Alicia, con unas pinzas de extraer cejas, cuando de pronto irrumpió en la sala de mi casa Marceliano Arrieta el viejo, quien palidecido, calilla en boca y con su franelilla agujereada, huía afanosamente de su yerno Medardo Amell. Quien amenazaba con matarlo con un revolver niquelado calibre 38 que había adquirido en la época en que la Popol fustigaba a los Liberales. 

Recuerdo que yo tendría como 7 años o menos y jugaba en el piso con una cantidad de muñequitos que mi tía me compraba cada vez que iba al centro, cuando las zancadas de don Marce pasaron por encima de ellos, dejando una estela de arena que sus abarcas trespuntá desprendian.

Era mediodía, el sol radiante de Magangué hacia mella en la humanidad de Medardo cuyo rostro colorado como el pescuezo de un gallo fino y el bozo engranujado de sudor, develaban la ira que le acechaba en el instante.

En el cuarto estaban el resto de mis tías, quienes hacían siesta para luego dirigirse a sus respectivos trabajos y mi abuela en la cocina, lavaba los trastes utilizados en el almuerzo.

Como la vivienda de la finada Herminia, esposa de Marceliano, queda frente a la de nosotros, al viejo no se le ocurrió otra cosa que refugiarse luego de un descomunal salto de pretil a pretil, en nuestro hogar.

Mi tía Alicia al percatarse del tropelín, se paró de su aposento y rauda cerró las dos hojas de la puerta y le colocó una tranca de guayacán, que por lo vieja ya se había cristalizado, para proteger la integridad del septuagenario vecino.

Varios minutos duró parado en la puerta de la casa el agresor, el cual emitiendo improperios y con el fierro en la mano, exigía la salida de su suegro. Al tanto, mientras que mi tía invocaba la magnífica para apaciguar los ánimos caldeados,   Marce en cuclillas agüeitaba el accionar de su agresor a través de un pequeño orificio  que había en la pared de tablas, pintadas en ocre verde manzana y con cenefa solferina.  

Acalambrado por la posición y con el incesante dolor que le causaba un eterno golondrino enquistado en su sobaquera izquierda, el viejo Marceliano no veía la hora en que pasara el mal momento generado por la discordia con el esposo de su hija Josefina. 

Al filo de las tres de la tarde, después de fumarse media docena de calillas de las que venden la población del Carmen de Bolívar,  y haberse bebido una totumada de tinto cerrero para calmar los nervios,  éste pudo salir sin problemas, ya que minutos antes, el iracundo Medardo se había marchado en compañía de su mujer y otros vecinos, para su residencia del barrio Simón Bolívar.