DÍAS DE CINE
Por: William González Buitrago.
Eran los días aquellos en que el mágico Callejón de las Esteras bullía con su sonoro barullo y el nostálgico aroma inconfundible del tabaco, que se impregnaba en las paredes, la ropa, la piel, que estaba presente en el ambiente y era llevado en remolinos que esparcía el viento y era el sello característico de su razón de ser.
Cuando el Café Imperial, único, exquisito, inimitable, era el epicentro de todos los negocios que se cerraban en la cosmopolita Magangué, tierra de aguas y ardoroso sol, al calor de un exquisito tinto, una botella de whisky o un tv juego de billar, ambientado por canciones que sonaban a bajo volumen y magnificaban el sonido de las bolas de pool al chocar.
Con el Café Acapulco, abarrotado de público viendo jugar a profesionales del taco, con apuestas onerosas.
Eran los mismos días que allá en la lejanía, cuando la tarde languidecía, irrumpía como trueno el acompasado sonido de una cajita de madera con tapa de vidrio encajado en un marco, también de madera, que colgaba terciada de los hombros del vendedor, sostenida por una faja gruesa, entonando su pregón: <<cigarrillo, chicle y fósforo>>, eran los chaceros que de tarde en tarde deambulaban por los alrededores de las salas de cine, teatros, que hicieron las delicias cinéfilas de los porteños, que colmaron todos esos teatros, viendo películas mejicanas y del viejo oeste en blanco y negro, technicolor y cinemascop .
Y con estos, un enjambre de ventorrillos de comidas, donde desde las 4 de la tarde se apostaba Lucho Oreja, famoso por su locuacidad y conocimiento sobre temas científicos y políticos, en la esquina de la carrera 3 con calle 17, diagonal a la terminal de transporte de aquel venerable Magangué, romántico y soñador.
Era placentero recorrer esas cuatro cuadras y ver los <<cuadros>>,fotos, de las escenas que íbamos a ver en la película, que eran anunciadas por los coloridos carteles con dibujos magistrales que eran ubicados en sitios estratégicos de este bello jardín florido; pasar por el colegio Miguel Antonio Caro, la peluquería de Caraballo, escuela Las Mojarritas, el sempiterno parque Las Américas, Dominguito parapeto, que se emputaba con solo mirarlo, almacén El Mejor Precio, edificio Burchardt y su torno, gasolineras El Volante, 2 de Febrero y 11 de noviembre, los tambos de Cipriano y Cosme donde se jugaba y se bebía, sal de glover, los guaraperos Samaniego y el songo, al fondo se escuchaba música salsa desde El Golazo, de Mañe Cruzate, este quedaba al frente de la Inspección fluvial, en cuyo amplio patio la empresa Canaliza, almacenaba tanques de brea y de cuando en cuando llegaba un helicóptero, cosa que aprovechó mi papá dándole a Orlando, mi hermano mayor, Un vuelo con motivo de uno de sus cumpleaños.
Tres teatros quedaban sobre la calle 17, avenida Lequérica Vélez, que antes de llamarse de ese modo, le decían El Terraplén, calle que abonaron con sedimento extraído de la ciénaga de Olaya, asesinada para darle paso al <<progreso>>, válgame Dios, formando de esa manera El Bajo de la Candelaria.
El Córdoba entre carreras 7 y 8, al frente del tétrico y temible cementerio central, cuyo dueño era el señor Pacho Marsiglia.
EL Carmencita, entre carrera 7 y 6ª al frente del Grill Monterrey, propietario don Isaac Arana , donde una vez se presentó Libertad Lamarque, famosa actriz gaucha.
El Habib, del sirio-libanés, Teófilo Habib, en la esquina de la carrera 3 con calle 17, este teatro los domingos presentaba una función a las 10 am, matinée.
El teatro Magangué, de un señor apellido Alvarado, ubicado en el barrio Sur, donde cantó Daniel Santos con la orquesta de Pedro Laza.
La espera del comienzo de la película era amenizada por unas bocinas de sonido estridente que molía música de Pérez Prado y otras orquestas, que colgaban en las esquinas del techo de zinc mientras los abanicos luchaban para batir aire y así espantar el olor a pedos que se tiraban algunos graciosos, formándose una perratería mientras algunos pelaítos jugaban a la lleva, corriendo por todo el salón, otros le pegaban chicles al cabello del que se sentaba delante y aparte, cuando te ibas a sentar, ponían chicles, y solo nos dábamos cuenta al regresar a casa, esas eran las maldades de los mas vivos.
La desbordante algarabía iba creciendo en la medida que la lánguida tarde sucumbía en las hambrientas fauces de la noche coquetona y prometedora, adornada de una luna que se paseaba de la sala al comedor, en un firmamento límpido iluminando las calles, de aquel ensordecedor puerto, ese puerto ignoto donde se dio por primera vez, y fue noticia mundial, el secuestro de un avión, 1963.
Ese mismo puerto, que por su posición geográfica estratégica y privilegiada, puerta de entrada a la inmensa mojana, fue asentamiento de italianos, franceses, alemanes, chinos y sirios, siendo El Salto, la callejuela con edificaciones de estilo europeo, que aún persisten y se mantienen incólumes ante la adversidad de un presente amenazante .
El bullicio se confundía con los rostros alegres y llenos de esperanza de los vendedores ambulantes que ofrecían su mercancía a los hábidos clientes, la señora Ana con su carretilla de chicharrones y morcillas deambulaba desde Olaya hasta el centro, con el plato más apetecido por los compradores: “miga” con yuca caliente, el cual era degustado sin distingo de clases, por médicos y abogados, obreros y braceros.
Amparados con el manto protector de una lluvia de estrellas, vendedores de fritos, guarapos, chucherías esperaban vender su mercancía.
Nunca faltó el que alquilaba paquitos y revistas en la puerta de todos los teatros, que alquilábamos por cinco centavos y leíamos mientras comenzaba la película y este iba recogiendo las revistas antes de comenzar la función.
La calle 17, avenida Lequérica Vélez, hervía de negocios, billares, heladerías, gasolineras, almacenes, refresquerías fue un polo de desarrollo que lo acabó la construcción de un malogrado alcantarillado, diseñado para veinte años de vida útil, reventaron toda esa avenida y la herida perduró por más de doce años quebrando todos los negocios y cuando por fin lo terminaron, ya era obsoleto.
Los lunes de dobles en el Habib eran imponentes, la película del sábado y el estreno del domingo la veíamos el lunes con lleno a reventar y salíamos tipo 11pm, con filo, a comer carimañolas frías hartas de aceite requemado, pero eso no importaba, eran los días felices del cine que se fueron esfumando con la llegada del betamax, vhs y terminó de fenecer con el auge del dvd, ese olor a cine barato, de barriada, jamás morirá.
Memorables e imperecederos momentos, que como dice la canción, no volverán.
Magangué, mayo 20 de 2024