LA MAGIA DEL PARQUE LAS AMÉRICAS

Por: William González Buitrago 
Al romper las tardes de aquellos fines de semana, hasta los pájaros que anidaban y dormían en las vetustas y perennes ceibas del mítico Parque Las Américas se alegraban y  con sus trinos  competían con la música que manaba de los Pick Up El Bárbaro del Ritmo y El Boricua.
 “Vámonos p'al monte
P'al monte pá guarachar
Vámonos p'al monte 
Que el monte me gusta más”
                           Eddie Palmieri 
Eran tardes y noches esplendorosas donde todo era alegría, sabor y goce que se mezclaban con rostros de sudor y sueños, de melancólicas miradas de maricas enamorados de la luna que suspiraban por el orto sus amoríos prohibidos, de amores perdidos en la lejanía que producen el trago, las putas y la música. 
En la medida en que la noche cubría la lúgubre tarde vistiéndola de luces y lentejuelas iba creciendo el mar de gentes que acudían a la cita cantinera, unos a ahogar cachos (le dicen penas) y otros a deleitarse con la música antillana, esa que vaciaba bolsillos 
“así se tratara de un bolero, un son, un mambo o un compás...ayyyy
Cuando lo tocamos nosotros
Lo hacemos muy tranquilos”
                Les Ambassadeurs de Haití 
“Treinta kilos y me sobran 
para vacilar.
Treinta kilos y me sobran 
para vacilar”.
                Pacheco y su Charanga 
“El nuevo Montuno llegó 
tocando un guaguancó”
             Roberto y su Nuevo Montuno 
El sitio es recurrente por lo emblemático, histórico, trascendental y porque allí transcurrió parte de nuestras vidas. Estaba vivo.  En las auroras de febrero, en los carnavales novembrinos o en los diciembres parranderos hervía de gente.  Era un atajo por el que cruzaban los curas con sus sotanas negras, los ultraconservadores jesuitas con su ojo inquisidor, los oficinistas, banqueros y abogados y siempre había alguien jugando basket ball, bola e’trapo o boxeando. Allí  te encontrabas con Hércules, un sujeto bonachón que montaba en cólera cuando escuchaba su apodo, o también te tropezabas con la gente  - cuando aún se leía-  en los puestos de revistas leyendo paquitos que se seleccionaban  esparcidos en el suelo  en una partecita de ese lugar, y por cuyo servicio  había que cancelarle al propietario, Lucho Benavides, quien sentado en un banquito de madera aguardaba que el cliente al terminar  la lectura se acercara  a cancelarle  el valor del alquiler. 
Por los cuatro costados del parque se apostaban  vendedores de guarapo en el rebusque: El Pinta, Samaniego, el Songo Sorongo y Hernán que le sabía el nombre a la mamá de todo el que le compraba y a quien los muchachos le cambiaron el nombre por el de Victoria, que era  el nombre de su progenitora, o sea la quelo, palabreja insultante e hiriente que se usaba para referirse a la hacedora de nuestros días.
El día que ella murió los muchachos siguieron diciéndole Victoria y Hernán, triste y apabullado por el dolor de su pérdida les pedía el favor que  respetaran porque ella había muerto, pero convertido en víctima de su propio invento y convencido de la imposibilidad de lograr que los chicos cambiaran de actitud  decidió dejar el carro de guarapo para retirarse del parque y evitar de esa manera una desgracia ya que en el pueblo se había regado la especie de lo maluco que se emputaba cuando le gritaban ¡Victoria!
En otro sector del parque estaban los eternos ñequeros que adornaban el espacio verde y quienes por culpa de sus orines rancios y pestilentes lograron que más de un árbol sucumbiera al veneno mortal que salía de sus pipíes lánguidos y  fláccidos, estrangulados por el hirviente licor. 
También era frecuente ver  parejas furtivas huyéndole a Mil Quinientos, el sempiterno y único celador del parque, apodo que cargaba junto con peñones que les tiraba a quienes se atrevieran a decirle así, como tantos locos que se pasearon por sus callejuelas internas: Pacho Mico, con sus bolsillos inmensos y llenos de pedazos de periódicos 
que abultaban más su pequeño y regordete cuerpo;  Pello Gil, quien en medio de su “locura” cantaba décimas y de pronto pegaba un carrerón que atropellaba al transeúnte desprevenido y el loco Tom que se desnudaba cada vez que podía y salía corriendo despavorido huyéndole a demonios que su mente agitaba.  
También en sus alrededores se apreciaban mesas de fritos que tuvieron como  máxima  representante a Chencha, la mujer que inventó la sonrisa mueca. Era alegre, gruesa, humilde y amable.
No tenia dientes y vendía riéndose. Allí acudían los bebedores a calmar el filo que produce el alcohol. Vendía la mitad y la otra mitad se iba fiada, sin anotar a los que le debían ya que el único soporte para el crédito era  la intachable honestidad del bebedor salsero. Le pagaban así ella no supiera qué, ni por qué. 
En toda la esquina, al lado de la casa del Italiano Oreste Corcione y diagonal a la del doctor Lácides Solá Reyes,  en un taburete que recostaba a la pared se sentaba una señora robusta:  Rosa Piñeres. Usaba unas trenzas largas que doblaba hacia arriba en forma de globos y las unía en la parte  alta de la cabeza. Atendía una pila de agua que era extraída con una noria y cobraba por latas. Era cuando Magangué no tenía acueducto, como sucede ahora, que después de haberle invertido más de 60.000 millones de pesos, seguimos en las mismas y peor,  porque es tubería nueva. Tienen más fuerza las mentiras de un político deshonesto que el chorrito débil y triste que sale del fallido acueducto. Al frente estaba el Almacén El Comisariato, "que vende bueno y barato" de acuerdo con el slogan que tenía. 
De cara al parque se apreciaba imponente  el edificio de Telecom donde funcionaron la telegrafía y Adpostal, con el eterno y siempre sonriente Toño Viñas. En esa época  Avianca tenía una oficina en el centro de la ciudad. Había un vuelo diario en el aeropuerto Baracoa y  un bus de palo en el que recogían a los pasajeros,  la  carga y el correo que transportaba el conductor apodado Tolima.  
Detrás del edificio de Telecom quedaba el Mercado Baracoa y en una de las entradas del mercado, al lado de Telecom, tenía su puesto Sixto, quien vendía un ponche con sabor fuerte pero delicioso, servido en vaso de vidrio acanalado y una cuchara retornable. Sixto tenía un dedo pondo con una uña negra que se escurría en el producto y le daba el toque mágico y afinaba el sabor. 

El Mercado era desarmable.  sus colmenas eran de madera y se podían trasladar de un lado para otro   para darle paso a las decadentes corralejas que allí armaban para las fiestas patronales. En ese espacio, por primera vez,  también vimos  elefantes, leones, tigres que trajo en una de sus giras el circo mejicano Egred Hermanos. 
Todo esto sucedió al mismo tiempo que la música sonaba fuerte, libre, espontánea y con mucha sabrosura, siendo Magangué distinto a muchas poblaciones, porque tenía, y tiene, sitios exclusivos de música salsera, de esos que se quedan en el alma misma del bailador, que con sus notas alegres hieren con dulzura las fibras ardientes del amante corazón. Fue para esa época cuando emergieron los icónicos Bar el Boricua y El Punto Cubano cuya fama era justificada  con vinilos de las orquestas más grandes que dio la salsa, que el exigente tomador pedía en medio del éxtasis que produce la bebida. 
“Hay que seguir guarachando
Mi mami no me esté regañando
Porque después cuando yo me muera 
De mi ya no se estará recordando”
                                           Típica Novel
Era una lluvia de sabor y licor, de música y ritmo, de canciones que agitaban el ánimo y hacían parar hasta al que no bailaba, y  mientras crecía la noche, más se iba llenando del frenesí que produce una descarga bien ejecutada con solos de timbal, “los del cuero duro y el palito chiquito” en las manos de los mejores timbaleros Mike Collazo con la orquesta de Ricardo Ray, Jimmy Sabater con Joe Cuba, Mike Oquendo con Eddie Palmieri y un gran etc, que hacían que los bailarines espontáneos tiraran pases de baile en plena calle: Legario, Tartarita, el Gary que paralizaban el tráfico y eran la delicia de los ojos que en su momento miraron cómo al compás del tambor iban los pies del bailador. 
Tiempos en que la salsa dominó sin ser programada en las emisoras. Todo era al gusto del melómano, el de oído fino, ese de zapato blanco, de pantalones de colores llamativos y bota ancha, el del tumbao al caminar, que hizo de esos lugares fuentes de placeres mundanos y rumbas interminables que acabaron en resacas atormentadoras del yo pecador. 
Y cuando la noche se convertía en madrugada y era  hora de cerrar, la retirada se anunciaba con  unas palmas acompasadas y un bajo con un coro que decía:
“La rumba se acabó
La rumba se acabó”
                  The New Swing Sextete
O
“Es tarde, ya me voy, mi negrita me espera
Hasta mañana, porque, cuando salí, 
Dijo negro no tardes, en la ciudad”
           Ismael Rivera y sus Cachimbos 
Se apagaron los Pick Ups, llega la policía haciendo seña con el reloj, hora de cerrar las puertas y el cortejo de borrachos arranca buscando amanecederos.  Los amigotes del dueño se quedan y  la parranda continúa a puerta cerrada y con volumen bajo. La juerga sigue hasta que aparece Juan Pachanga:
“Son las cinco e la mañana
y amanece.
“Juan Pachanga bien vestido aparece.
Todos en el barrio están descansando
yJuan Pachanga en silencio, va pensando
que aunque su vida es fiesta y ron, 
noche y rumba,
su plante es falso, igual que aquel amor que lo engañó.
Y la luz del sol se ve, alumbrando 
y Juan Pachanga, el mamito,
va penando"...
                                    Rubén Blades 
Esa es la otra  y definitiva echada: "hay que abrir más luego". Y así sale el último cliente, esperando ansiosamente las 10::00 horas para de nuevo comenzar. 
También era cotidiano ver a Dominguito, el popular parapeto, quien en una bicicleta Monark destartalada, se colocaba encima de su cabeza, camas, colchones, escaparates y hacía malabares transportándolos en El Caballito de Acero y a quien cuando veían  andando en su cicla, le gritaban: “PARAPEETOO”, y él, conduciendo, mentaba madre y les pronosticaba hasta de qué iban a morir. 
Eran calles destapadas y polvorientas aún. Tiempos en que los Jeep Willys, prestaban  el servicio de taxis y todos los choferes, sin excepción, eran conocidos por sus apodos, menos uno, que se atrevió a decir que era el único conductor que no tenía mote: lo dejaron El Único. 
Y Magangué cambió. Se volvió insegura y  su pujanza se vino al suelo. Sus dirigentes dejaron a un lado el progreso y se volvieron aves de rapiña, dejándola  hoy a merced del vaivén de las aguas turbias que brotan de la maldad de sus corazones. 
En mi gusto por la salsa, por eso siempre la nombro, influyeron mucho mi hermano Orlando y mi primo Jorge Pérez, que cuando venían de vacaciones universitarias, llegaban a la casa materna cantando lo que estaba de moda en curramba.  Dejaban el maletín, saludaban a los viejos y salían a encontrarse con el Guille Puello, Lipson, Carlos Rico, el Negro Villegas en el Punto Cubano, y de paso se llevaban Luis Alfonso Caraballo, engañado, a quien volvieron salsero a la fuerza. 
Recuerdo que yo quería hacer lo mismo: estudiar una carrera, volver en vacaciones y parrandear, hablar de Barranquilla como lo hacían ellos, pero la vida y sus vainas me pusieron talanqueras y por cuestiones económicas no pude terminar aunque lo intenté en Montería. Comencé Agronomía, pero el filo acabó con mis sueños. Fue cuando le puse el hombro a unas pesadas escaleras, y con ellas a cuestas labré un futuro lejos de las aulas que con el tiempo se hicieron más lejanas, porque empecé a ganar dinero y las ganas de estudiar se me fueron agotando, debido al cansancio físico conque llegaba a casa y las expectativas esperanzadoras de un mejor vivir. 
Al momento de escribir esta crónica, me enteré del deceso de don Alfredo Amín Beetar, quien se impactó por mis escritos, averiguó mi teléfono y me felicitó emocionado por la polvareda que levanté en sus recuerdos. Quedamos pendientes de reunirnos en una de sus venidas, y no se pudo: la parca con su negro manto arruinó el pacto.
Le reconozco su liderazgo, su don de gentes, su genio volátil y ese amor inmenso que tuvo con la tierra que lo vio nacer: Magangué. 
Con hondo pesar lo despido, y ojalá, desde allá, me siga leyendo. 
Magangué, abril 16 2021