LA PARTIDA DE BAUTISMO

Por Wilberto Peñarredonda      

Más mondao que la espalda de un frasco, como decía en vida Libardo Quezada Flórez el Cónsul de Cascajal, me encontraba en casa un mediodía de marzo de 1985. Del sopor de los calurosos atardeceres que predominan en esa etapa del año, súbitamente nos sacó el sonido del timbre telefónico. Era mi tía Vicenta que desde la tierra del Tío Sam, llamaba para solicitar en calidad de urgente, que le consiguiéramos la partida de bautismo de su mamá y se la enviáramos por correo, para un trámite concerniente a su visa de residente. 

Tamaño lío el que se venía, ya que había que desplazarse a El Carmen de Bolívar, lugar de nacimiento de mi abuela, y rogarle al Santísimo para que existiera ese arcaico documento que databa del año 1904, época en que aún Panamá pertenecía a Colombia. 

Averiguado el valor de los pasajes y el de la expedición de la partida, sin descontar la picua, le comuníque el dato a tía Viso qepd, y en par días estaba la consignación hecha. Apartado el billete de la vuelta y encaletado en el bolsillo izquierdo el presupuesto farrero, salí bien temprano con dirección a la tierra del aguacate en compañía de mi amigo Miguel Ángel Comas, vecino y amigo de infancia, a quien un día antes le había dicho que me hiciera la segunda, con todo los gastos pagos.

En la esquina del viejo Gumersildo Lastre nos encaramitamos en un destartalado González, para ahorrar costos, y al filo de las once de la mañana llegamos a nuestro destino. Luego de indagada la dirección de la casa cural, nos dirigimos a la misma, bajo un inclemente sol que había empapado de sudor la camisa de lino burdo color azul cielo, que llevaba hábilmente acuñada mi fiel acompañante. Un man casi cuarentón, vestido de blanco liso y aromado en agua Florida Murray & Lanman, salió a nuestro encuentro y nos atendió amablemente. Luego de plantearle nuestro requerimiento, nos dijo que fuéramos después de dos de la tarde, debido a que por la fecha tenía que buscarla detalladamente en los archivos. Mientras que el hazañoso secretario atendía a una persona que ocasionalmente llegó, Basi, como apodamos a Miguel en el gremio de Los Babillones del Pretil de Don Marce, entre dientes y burlonamente me decía; "¿Eché Pocho y qué, Rafael Orozco?" Haciendo alusión a los ademanes y fisonomía del funcionario de la parroquia, que literalmente se daba un aire al desaparecido artista de Becerril. 

Como apenas iban hacer las doce, arrancamos para un restaurante ubicado en plena plaza de la población, en donde nos empalmamos dos corrientazos. Al frente del restaurante mosca, Basi -más burlón que chapa en vitrina- divisó una heladería donde vendían cervezas. Y dá la casualidad de que el muchacho que atendía -de ademanes finos-, según él 

se parecía a nuestro amigo Kene. Terminando el bento, puyamos para allá, para darle más tiempo a la búsqueda del documento que instantes antes habíamos solicitado. 

Entre una treintena de costeñitas vestidas de novia, bajo los acordes de música vallenata de la vieja, y la mamadera de gallo con el mesero cacorrón, nos dieron las tres y pico de la tarde. Todo chispoletos, al punto de ver cucuyo por la insolación y el efecto de la cebada perlada, recogimos la partida de bautismo estéticamente sellada y firmada. Encaletada en un jopo de sobre con el logo de la curia.

Pasmados y con un culo de dolor de cabeza, que no era todo beramón que nos lo aminoraba, nos chantamos al pie de la carretera para esperar el bus de regreso.

A las cuatro, pasó un Torcoroma lleno polvo, hediondo a gasolina y abarrotado de gente con motetes hasta en las orejas. Dos puestos  desocupados y ubicados en una fila antes del último y al que llamamos jocosamente la cocina, logramos alcanzar. A Miguel le tocó el de la ventanilla, y entre el haz de luz solar que se metía y el abaniqueo de una raida cortina de dacrón verde hedionda a grupera de burro que le pegaba en su rostro, no pudo conciliar el sueño de la pasma que traía. No llevábamos quince minutos de viaje, cuando al estirar mi cuerpo hacia atrás para acomodarme un poco en las deterioradas sillas grises con la esponjas y resortes a flor de piel, mis brazos tropezaron con unos guacales que iban acomodados en la cocina. Disimuladamente y tanteando, descubrí que en su interior habían unos gajos de guineo hechón. Sin hacer visaje saqué dos, y de ahí hasta el Bongo, que se bajó el dueño de la carga, quien venía delante distrido, la exquisita fruta nos sirvió de paliativo para calmar el filo causado por las frías.

Entre oscuro y claro llegamos a Magangué. 

Como el bus, por el impulso que traía solo alcanzó a frenar, luego de pedirle la parada enfrente de la casa del Gordo Vidal, justamente 

en la llanera Brisas del Cauca que está a la entrada del barrio Isla de Cuba. Decidimos, después de consultar de que todavía había algo de encoque, meternos otras afris -como dice Guilo Perez-, para festejar la culminación de la difícil tarea de haber rescatado la arcaica PARTIDA DE BAUTISMO.

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