LOS GUANTES TÉRMICOS

Por Wilberto Peñarredonda      

La casa de la finada Tule Martínez, nuestra eterna vecina, se convirtió por muchos años en albergue de familiares y extraños, gracias a la jovialidad y sentido de colaboración que irradiaba la octogenaria señora.
Ahí pernoctaron hermanos, sobrinos, nietos, yernos, primos y hasta particulares que por alguna u otra razón, tenían algún vínculo en común. Hasta Jorge Contreras López el popular Recreo QEPD, duró una larga temporada residiendo en el amplio rancho identificado con el número catastral 17- 41
del barrio Pueblo Nuevo de la ciudad de Magangué.
Para mediados de los ochenta, su nieto Alexander Quesada Sánchez, hijo de su primogénita Emelda, aterrizó desde los predios de la pujante población de Cascajal, la capital arenquérica de la comarca, con el fin de culminar sus estudios de educación básica primaria, ya que el jovenzuelo había salido matrero en el ámbito educativo y en ningún colegio de su natal población, había dado chicle.
La Escuela Evangélica Las Américas dirigida por la profesora Socorro de Beltrán, fue el destino de Alex y en esa institución de carácter religioso, logró centrarse y terminar con birrete, toga y mención de honor, su primer ciclo educativo.
Hartón, Irreverente y malgeniado, a los pocos meses de vivir donde su abuela se hizo al ambiente y la patota de Los Babillones del Pretil de Don Marce, como nos bautizó Enith la mujer del Negro Hielo, lo adoptó como uno de sus benjamines, al igual que mi primo Edwin en su fugaz paso por el colegio Diego de Carvajal, de Don Ezequiel Atencio Campo.
Andaba con nosotros del timbo al tambo, y todas las noches se sentaba a tirar risa y a mamar gallo en el fresco pretil del inmueble, propiedad de la Familia Arrieta Salcedo. Entre idas a vernos jugar fútbol en los patios de la Arrocera Bolivar, bola de trapo en la calle del Hipódromo y atiborrarse de guarapo de panela o bate de patilla con molletes, comprados en la tienda de Kike Castillo. Además de festejar con desden las maldades de las que era objeto Perencho, transcurrían sus días de estudiante.
En una invernal noche de noviembre y apoltronados en la puerta de mi casa junto con mi tía Alicia, conversando eventualmente con él,  le pregunté que si alguna vez había ido al cine. Sonrojado y espandiendo las comisuras de sus labios que generaron una inusitada mueca en su boca, dejando entrever una tenue sonrisa de ratón envenenado. Me respondió que no, y que a duras penas había visto películas en betamax en el negocio de Álvaro Álvarez, diagonal a la Iglesia del Perpetuo Socorro. Entre risas mi tía y yo, le prometimos que apenas se presentará la oportunidad le llevaría a disfrutar de la magia del séptimo arte.
Al cabo de un par de semanas, el recién inaugurado Cinema Salerno de propiedad de Don Pedro Gutiérrez Ordúz, anunciaba con bombos y platillos el estreno de una película china protagonizada por el actor y maestro de las artes marciales Jackie Chán. La cinta entusiasmo a la patota del Pretil de Don Marce y sin objeción alguna, nos fuimos en manada llevándonos como invitado a Alexander, a quien mi tía le regaló la entrada. Embonados en el colectivo de Ñopanta, llegamos a la sala de cine en medio de un barullo descomunal de personas, que hacian cola para ingresar. 
Dentro, ocupamos casi una fila entera de bancas metálicas color azul, que por efecto del aire acondicionado y lo fresca que estaba la noche, le helaban el trasero a los espectadores. Con la cara brillante debido a su cutis graso, y unos puntitos de acné como presagio de su pronta pubertad, Alex se sentó a mi lado y pletorico de emoción, con su acento cantadito propio de los cascajaleros, me preguntaba cada acontecimiento que sus ojos avizoraban.
La emoción generada por los  saltos y patadas voladoras percibidas en la monumental pantalla, cuyo sonido Dolby Estero hacían sentir reales las acrobacias de Jackie Chán, no fueron suficientes para amainar el  full frío que hacía y ante tales circunstancias, mi vecino de butaca no tuvo otra alternativa que quitarse unas medidas gruesas color azul con ribetes blancos, y encasquetarselas en sus brazos a manera de guantes térmicos.

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