DE FONTANERO A SEPULTURERO


Una inusitada llamada de Josefina Atencio a mis finadas tías que residían en New York y las cuales eran sus entrañables amigas de antaño, alteró la tranquilidad que le generaba vivir, a sus anchas panchas, en el país del Tío Sam. El recado, a través  del fabuloso invento de Alexander Graham Bell, decía que el Cementerio Central de Magangué, lugar donde reposaban los restos de sus progenitores y de un hermano,  se estaba deteriorando y que por ende iba a hacer demolido para la futura construcción de un parque. La noticia les cayó como baldado de agua fría y de inmediato me contactaron.
Aunque les expliqué que esas eran meras especulaciones y que ese proyecto estaba en expectativa, luego de un ensordecedor insulto, les di la razón y nos pusimos de acuerdo para llevar a cabo la exhumación de los restos de mi abuela, que era su premura principal. 
Luego de averiguar precios, les pase el presupuesto y el dinero que eran casi $900.000, 450 Dólares según el cambio de la época, lo depositaron - ante el alarmismo que las embargaba- en un santiamén. Y éste fue invertido en la compra del osario, una urna de madera y el trabajo del sepulturero. 
Ya con los novecientos mil barras enmuñecados y habiendo comprado el osario, cuyo valor fue de setecientos mil, tenía que cranear la manera de que esos doscientos restantes rindieran, a modo que me quedara una esquirla para las frías. Darío Hernández Hernández QEPD, ducho en las lides de vaciar pozas sépticas y desenterrar cadáveres, me orientó en lo referente al tema y deduje que Perencho, era el As debajo de la manga, para salvaguardar las aguilonas. 
Después de charlar con él, explicarle pormenorizadamente lo que íbamos a hacer y tasar en cincuenta mil pesos la exhumación, en medio de una estridente risotada donde hasta las cordales relucieron. Me dijo: “¡va pa ésa!”
Se vino la fecha en que Perencho debutara como sepulturero, jamás en su vida había hecho ese tipo de trabajo, y ataviado con una raída gorra de café puro Almendra Tropical, unas medias de futbolistas a manera de guantes  y una pañoleta floreada como cubre bocas, llegamos al campo santo.
Acompañados de Mario Carabela, mi primo, que haría las veces de albañil, ubicamos la tumba y comenzamos la faena bajo un sol canicular de una mañana dominguera. Un borrachín que estaba cerca y con el objetivo de que le diéramos el vidrio del deteriorado ataúd, nos indicó paso por paso, como debíamos de proceder.  
Perencho nervioso, siguió las indicaciones al pie de la letra. Mientras que Mario distante, con los ojos exorbitados por el susto y los petacazos de un guarrú de ñeque que habíamos llevado como tonificante, esperaba que el improvisado "forense" ubicara los restos de nuestra abuela, en una urna de madera que previamente mi tía Alicia había mandado  a fabricar, con un carpintero ambulante que diariamente pasaba por la casa.  
La extenuante y tenebrosa tarea no duro ni una hora. Y después de quemar lo sobrante  y sellar nuevamente la tumba, salimos en fila india hacia la puerta. Donde Peyo Téllez nos esperaba en su viejo Dodge, haciendo las veces de carroza fúnebre,  para trasladarnos a los predios del Cementerio Jardines de La Candelaria del barrio San Martin. Encaramitados y desestresados, el trayecto a nuestro destino fue pascuas de risa, ante la anecdótica labor que convirtió en unos instantes a un fontanero  en sepulturero