PATIOS DE LENOCINIO
Por: Bladimir Alvarado Ríos
En
una mañana de lluvia en mi querida Magangué, justo cuando hacíamos el cambio de
Institución educativa del Colegio Liceo Joaquín Fernando Vélez, al recién iniciado
centro educativo Manuel Atencia Ordóñez (que por cierto la gran mayoría de
estudiantes del Vélez fueron los que ayudaron a formar dicho colegio), me
encontré con el famoso Turco, a quien conocía por cercanía de hogar y amistad
de curso. Como cosa del destino nos toco
de nuevo compartir salón en esta nueva y alejada casa del conocimiento, a la
cual bautizamos el patio, por su gran extensión de tierra, lo frondosa y por la
espesura del monte que cubría sus alrededores.
Los escasos dos pabellones de aulas que llegaban hasta cuarto de bachillerato, hoy denominado noveno grado, una distribución que se hacía en las dos jornadas, mañana y tarde. La mañana del primer día de clases, mientras hacíamos el reconocimiento de los estudiantes y del cuerpo de profesores, nos reunieron frente a los dos pabellones de aulas ahí los maestros se iban presentando, el Turco ya había desaparecido y había hecho un recorrido por los alrededores de la edificación, recorrido que de entrada tenía la prohibición por parte del Rector y Coordinador de disciplina que acababan de presentarse y recalcar la prohibición en su discurso , no había pasado media hora de permanencia en el lugar y ya el Turco había infringido la regla, con tan buena suerte que no fue sorprendido; para el primer recreo, el compañero ya tenía montado el negocio en su cabeza, ya tenía listo su emprendimiento como lo llamaría en el nuevo lenguaje técnico de visión empresarial, acercando su boca a mi oído me dice entre dientes -marica la plata está hecha, hay que buscarla-, no entendí un carajo en ese instante, pero asentí con la cabeza.
Para ese tiempo el colegio solo contaba con dos canchas en física y pura tierra, una donde jugábamos Fútbol y otra que se suponía era de Básquetbol, tenía dos tableros en madera con sus respectivos aros, con dos listones a lado y lado que servían de sostén, utilizados también de arcos para jugar fútbol de salón rudimentario, lo hacíamos con un balón de caucho de colores difuminados que desinflamos para que obtuviera más peso y hacer la faena de pequeños campeonatos intercursos que fomentamos durante nuestros años de estadía en ese recinto a la hora de los recreos.
En unos pocos meses inauguramos nuestro propio campeonato, independiente al institucional; poco nos importaba el peladero de tierra donde hacíamos deportes, ni el pequeño kiosco de paja donde nos apilamos mientras hacíamos fila y otros jugaban al orteado con una pequeña tapa de gaseosa (el juego cual consistía en pasar la tapa por entre las piernas y coger a cocotazo o coscorrón o patadas por las nalgas al infortunado muchacho) nadie se afectó o se traumatizo, eran nuestras propias reglas de socialización que tenían límites y que acogían los participantes por colectividad. Las filas para comprar en la pequeña cafetería parecían interminables, sin la memoria no me falla la atendió inicialmente un señor de apellido Figueroa y posteriormente fue asignada a Teve Cárdenas que incautamente incluía dentro del equipo de atención a ciertos compañeros de estudios los cuales contribuían con entregas de más empanadas para sus más allegados.
No había laboratorio, el profesor de biología improvisaba en el salón de clases llevando los implementos y elementos necesarios; las diferencias entre los jóvenes estudiantes se dirimían en la parte final del último curso de uno de los pabellones que habíamos acondicionado para tales menesteres: las propias muñequeras a trompada limpia, en donde todo el rencor del momento quedaba allí, volviendo al final de cada enfrentamiento al saludo y abrazos entre ellos, Si por algún motivo no quedaban satisfechos, se programaba otra pelea, hasta que quedarán contentos, los profesores nunca se enteraron de tales prácticas de las narices chatas.
Aprendimos a querer con todo el corazón ese colegio, mientras estuvimos hasta cuarto grado: hicimos rifas para compras de abanicos de techo para dotar los salones de clases, al igual que la pequeña sala de profesores, contribuimos con bazares, reinados para la pavimentación de la primera cancha de básquetbol que estaba situada de la parte trasera de la sala de rectoría, hicimos concursos de baile donde elegimos al peor bailarín del colegio, un joven estudiante que por cariño de grupo lo apodamos Ultraman por un programa de televisión que en ese tiempo era visto por la muchachada, ahorramos mediante cuotas establecidas durante tres años con el único propósito de realizar una excursión para la capital el último año de graduación, el cual tuvimos que adelantar en el último curso de la básica secundaria, replanteado el destino hacia Medellín y terminamos en las playas de Tolú por falta de presupuesto, fuimos los primeros en dar inicio al equipo de fútbol Manuel Atención Ordóñez, iniciativa de los profesores Edulfo Quiñones, quien era coordinador y nuestro rector en propiedad para ese entonces Luis Atencia, equipo que inició competencia en los campeonatos intermunicipales donde salió el jugador profesional Gober Briasco y donde también eran estudiantes de esa época Franklin Baldovino entre otros; hacían parte de ese profesorado: Carlos Arias, Francisco Pertuz, Hiber Meza, Rafael Morón, Gustavo Domínguez, Daniel Díaz, Rosalba Toro, José Treviño, Luis Pérez, José Campo John, Carlos Gómez, Efraín Mendoza, Jairo Guerra ,Carlos Gómez, Julio Domínguez ,Iván Prassca, Irma Julio, Maritza Matorel, Paternina, Luis Hiwit y Pablo Pérez.
Mientras todas estas actividades se desarrollaban durante varios años, el TURCO, se hacía famoso y con grandes entradas económicas, debido a su ingenioso emprendimiento empresarial, hasta se daba el lujo de rematar lo fritos que quedaban al final de la jornada escolar para dar degustación a su distinguida clientela de feroces adolescentes que después de comprar los placeres para el desarrollo sexual, quedaban con hambre y sin fuerzas para regresar a sus casas. La explotación comercial se hacia bajo absoluta discreción, donde el Jeque del Terraplén de Cadillo hacía jurar a los pelaos que eran de los cursos menores, no comentar lo sucedido en los patios del amor, la reserva de citas se hacia en la primera hora de clases, debido al alto pedido, pasaba por los cursos pidiendo el dinero por delante y haciendo listados para los dos recreos, el negocio le había dado para la compra de una bicicleta, baldes para el aseo y pago de un ayudante quien cuidaba a las Marías, daba de comer y le hacía limpieza a estas damiselas peludas, tal como las llamaba el cuidandero de la finca contigua a los predios del Colegio, donde por encargo y por nombres que los jóvenes conocían seleccionaban a sus amantes secretas. Pero todo tiene un comienzo y un final y a pesar de los juramentos hechos por quienes gozaban de las fogosas actividades, siempre se filtran las cosas, no recuerdo si fue el profesor de educación física que constantemente veía como un grupo de muchachos lograban cruzar los alambres púa siempre a la hora de los recreos, asunto que expuso en la sala de profesores, quienes hicieron seguimiento al caso hasta llegar a descubrir el accionar del negocio; luego de recopilar suficiente evidencia y declaraciones para hacer el llamado al Turquito a comparecer al banquillo de los acusados en Coordinación, acción que se ejecutó una mañana justo apenas comenzaba la primera hora de clases; fueron más de tres horas de interrogatorio hasta que lo vi entrar a clase, se sentó, suspiró y me dijo -me salvé por un pelito, me tengo que ir a buscar mi acudiente-. Al día siguiente vino con sus padres, no se a que acuerdo llegaron con el Colegio, pero fue un pacto de punto final, desmontó el negocio y el Turco volvió a estar mondado, pero su fama y popularidad no la perdió, pese a muchos recreos donde sus antiguos clientes les solventaron los recreos por castigo impuesto en su casa de negarle la platica para la merienda; lo que siempre me ha llamado la atención, es la manera tan rápida y sencilla como nuestros maestros resolvían los problemas en esa época, eran verdaderos psicólogos, todo se manejaba con absoluta reserva y respeto, caso contrario lo que hoy se vive en el país en las instituciones educativas.
De verdad quisimos esa institución con todas las fuerzas de nuestro corazón, muchas veces soñamos con ser la primera promoción de egresados, nos dio duro cuando nos enteramos que no habían aprobado la continuidad del quinto y sexto grado de bachillerato, pero el destino nos tenía otra cosa, regresar de donde salimos, al Liceo Joaquín Fernando Vélez.
La última vez que tuve contacto con el Turco, fue antes que apareciera el feroz asesino del Covid19, departimos por más de doce horas, mientras recordamos esas anécdotas, basto con mirarnos para morir de la risa; viejo beduino gracias por empujarme a escribir esta historia.
PD/Agradezco a todos los maestros que pusieron su grano de arena en la formación de los jóvenes de esa época, ah. . . y si a alguno no nombre, pido disculpas.
Los escasos dos pabellones de aulas que llegaban hasta cuarto de bachillerato, hoy denominado noveno grado, una distribución que se hacía en las dos jornadas, mañana y tarde. La mañana del primer día de clases, mientras hacíamos el reconocimiento de los estudiantes y del cuerpo de profesores, nos reunieron frente a los dos pabellones de aulas ahí los maestros se iban presentando, el Turco ya había desaparecido y había hecho un recorrido por los alrededores de la edificación, recorrido que de entrada tenía la prohibición por parte del Rector y Coordinador de disciplina que acababan de presentarse y recalcar la prohibición en su discurso , no había pasado media hora de permanencia en el lugar y ya el Turco había infringido la regla, con tan buena suerte que no fue sorprendido; para el primer recreo, el compañero ya tenía montado el negocio en su cabeza, ya tenía listo su emprendimiento como lo llamaría en el nuevo lenguaje técnico de visión empresarial, acercando su boca a mi oído me dice entre dientes -marica la plata está hecha, hay que buscarla-, no entendí un carajo en ese instante, pero asentí con la cabeza.
Para ese tiempo el colegio solo contaba con dos canchas en física y pura tierra, una donde jugábamos Fútbol y otra que se suponía era de Básquetbol, tenía dos tableros en madera con sus respectivos aros, con dos listones a lado y lado que servían de sostén, utilizados también de arcos para jugar fútbol de salón rudimentario, lo hacíamos con un balón de caucho de colores difuminados que desinflamos para que obtuviera más peso y hacer la faena de pequeños campeonatos intercursos que fomentamos durante nuestros años de estadía en ese recinto a la hora de los recreos.
En unos pocos meses inauguramos nuestro propio campeonato, independiente al institucional; poco nos importaba el peladero de tierra donde hacíamos deportes, ni el pequeño kiosco de paja donde nos apilamos mientras hacíamos fila y otros jugaban al orteado con una pequeña tapa de gaseosa (el juego cual consistía en pasar la tapa por entre las piernas y coger a cocotazo o coscorrón o patadas por las nalgas al infortunado muchacho) nadie se afectó o se traumatizo, eran nuestras propias reglas de socialización que tenían límites y que acogían los participantes por colectividad. Las filas para comprar en la pequeña cafetería parecían interminables, sin la memoria no me falla la atendió inicialmente un señor de apellido Figueroa y posteriormente fue asignada a Teve Cárdenas que incautamente incluía dentro del equipo de atención a ciertos compañeros de estudios los cuales contribuían con entregas de más empanadas para sus más allegados.
No había laboratorio, el profesor de biología improvisaba en el salón de clases llevando los implementos y elementos necesarios; las diferencias entre los jóvenes estudiantes se dirimían en la parte final del último curso de uno de los pabellones que habíamos acondicionado para tales menesteres: las propias muñequeras a trompada limpia, en donde todo el rencor del momento quedaba allí, volviendo al final de cada enfrentamiento al saludo y abrazos entre ellos, Si por algún motivo no quedaban satisfechos, se programaba otra pelea, hasta que quedarán contentos, los profesores nunca se enteraron de tales prácticas de las narices chatas.
Aprendimos a querer con todo el corazón ese colegio, mientras estuvimos hasta cuarto grado: hicimos rifas para compras de abanicos de techo para dotar los salones de clases, al igual que la pequeña sala de profesores, contribuimos con bazares, reinados para la pavimentación de la primera cancha de básquetbol que estaba situada de la parte trasera de la sala de rectoría, hicimos concursos de baile donde elegimos al peor bailarín del colegio, un joven estudiante que por cariño de grupo lo apodamos Ultraman por un programa de televisión que en ese tiempo era visto por la muchachada, ahorramos mediante cuotas establecidas durante tres años con el único propósito de realizar una excursión para la capital el último año de graduación, el cual tuvimos que adelantar en el último curso de la básica secundaria, replanteado el destino hacia Medellín y terminamos en las playas de Tolú por falta de presupuesto, fuimos los primeros en dar inicio al equipo de fútbol Manuel Atención Ordóñez, iniciativa de los profesores Edulfo Quiñones, quien era coordinador y nuestro rector en propiedad para ese entonces Luis Atencia, equipo que inició competencia en los campeonatos intermunicipales donde salió el jugador profesional Gober Briasco y donde también eran estudiantes de esa época Franklin Baldovino entre otros; hacían parte de ese profesorado: Carlos Arias, Francisco Pertuz, Hiber Meza, Rafael Morón, Gustavo Domínguez, Daniel Díaz, Rosalba Toro, José Treviño, Luis Pérez, José Campo John, Carlos Gómez, Efraín Mendoza, Jairo Guerra ,Carlos Gómez, Julio Domínguez ,Iván Prassca, Irma Julio, Maritza Matorel, Paternina, Luis Hiwit y Pablo Pérez.
Mientras todas estas actividades se desarrollaban durante varios años, el TURCO, se hacía famoso y con grandes entradas económicas, debido a su ingenioso emprendimiento empresarial, hasta se daba el lujo de rematar lo fritos que quedaban al final de la jornada escolar para dar degustación a su distinguida clientela de feroces adolescentes que después de comprar los placeres para el desarrollo sexual, quedaban con hambre y sin fuerzas para regresar a sus casas. La explotación comercial se hacia bajo absoluta discreción, donde el Jeque del Terraplén de Cadillo hacía jurar a los pelaos que eran de los cursos menores, no comentar lo sucedido en los patios del amor, la reserva de citas se hacia en la primera hora de clases, debido al alto pedido, pasaba por los cursos pidiendo el dinero por delante y haciendo listados para los dos recreos, el negocio le había dado para la compra de una bicicleta, baldes para el aseo y pago de un ayudante quien cuidaba a las Marías, daba de comer y le hacía limpieza a estas damiselas peludas, tal como las llamaba el cuidandero de la finca contigua a los predios del Colegio, donde por encargo y por nombres que los jóvenes conocían seleccionaban a sus amantes secretas. Pero todo tiene un comienzo y un final y a pesar de los juramentos hechos por quienes gozaban de las fogosas actividades, siempre se filtran las cosas, no recuerdo si fue el profesor de educación física que constantemente veía como un grupo de muchachos lograban cruzar los alambres púa siempre a la hora de los recreos, asunto que expuso en la sala de profesores, quienes hicieron seguimiento al caso hasta llegar a descubrir el accionar del negocio; luego de recopilar suficiente evidencia y declaraciones para hacer el llamado al Turquito a comparecer al banquillo de los acusados en Coordinación, acción que se ejecutó una mañana justo apenas comenzaba la primera hora de clases; fueron más de tres horas de interrogatorio hasta que lo vi entrar a clase, se sentó, suspiró y me dijo -me salvé por un pelito, me tengo que ir a buscar mi acudiente-. Al día siguiente vino con sus padres, no se a que acuerdo llegaron con el Colegio, pero fue un pacto de punto final, desmontó el negocio y el Turco volvió a estar mondado, pero su fama y popularidad no la perdió, pese a muchos recreos donde sus antiguos clientes les solventaron los recreos por castigo impuesto en su casa de negarle la platica para la merienda; lo que siempre me ha llamado la atención, es la manera tan rápida y sencilla como nuestros maestros resolvían los problemas en esa época, eran verdaderos psicólogos, todo se manejaba con absoluta reserva y respeto, caso contrario lo que hoy se vive en el país en las instituciones educativas.
De verdad quisimos esa institución con todas las fuerzas de nuestro corazón, muchas veces soñamos con ser la primera promoción de egresados, nos dio duro cuando nos enteramos que no habían aprobado la continuidad del quinto y sexto grado de bachillerato, pero el destino nos tenía otra cosa, regresar de donde salimos, al Liceo Joaquín Fernando Vélez.
La última vez que tuve contacto con el Turco, fue antes que apareciera el feroz asesino del Covid19, departimos por más de doce horas, mientras recordamos esas anécdotas, basto con mirarnos para morir de la risa; viejo beduino gracias por empujarme a escribir esta historia.
PD/Agradezco a todos los maestros que pusieron su grano de arena en la formación de los jóvenes de esa época, ah. . . y si a alguno no nombre, pido disculpas.