EL MOTILOTE DE JOSÉ
Tras la muerte de sus padres y la mala administración de la reconocida tienda que herederó, la cuál quebró por estar pagando favores sexuales a través de viveres de primera necesidad. José Castillo Cerro, al que cariñosamente conocemos como el Zorro Patillón, por unas protuberantes patillas que toda la vida usó al mejor estilo de Jhon Wayne, no tuvo otra alternativa para rebuscarse el sustento diario, que la de emplearse como celador en el taller de mecánica de "El Chispa". No sin antes haber incursionado como ayudante de albañilería, en trabajos ocasionales donde era requerido.
Luego de una acalorada discusión con el dueño del taller, se quedó sin camello y le tocó arrendar dos cuartos de su inmensa casona de madera tolú y entechada con zing apolo, que está enclavada en la esquina de la calle 18 con carrera 10B del popular barrio Olaya Herrera en Magangué. Debido a su mal genio y a la morosidad de sus inquilinos, más demoraba un merengue en la puerta de un colegio, que José con sus arrendadores. En ese son, duro más de dos años, tiempo en que pasaron por su propiedad, más de una veintena de huéspedes.
Sumido en la crisis y acompañado de un gato callejero de pelaje blanco y de ojos grises similares al color de la creolina revuelta con agua y al que bautizó Cucho. Se vió en la necesidad de pedirle ayuda a su finado hermano Enrique radicado en Bogotá, y que en ése entonces era pensionado de La Fuerza Área Colombiana. Trecientos mil barritas fueron su asignación mensual, dinero con el cuál hacía maromas y lo estiraba como por arte de magia, para solventar gastos de servicios y comida. A duras penas le quedaba para el bacosó. Cómo lo relata él sonrientemente, dejando entrever unos prominentes incicicivos forrados en metal.
Para abaratar costos, hacia su compra desde bien temprano en el mercado Baracoa y por lo general, a su regreso, se topaba conmigo en la puerta de mi casa donde por escasos minutos, hablábamos mierda y me ponía al tanto de su situación. Cuando en su variado menú, se le antojaba hacer mote de queso con bleo, estirpe culinaria heredada de sus padres natales de Since Sucre. Amablemente me decía -bolsa de comestible en mano- que arrimara a su rancho, mirándome de canto con una burlona mueca que le hacía caer el párpado izquierdo más de lo normal, debido a un accidente que tuvo en sus años mozos.
Doce en punto del medio día y sin hacer visaje, el Zorro Patillón me tenía en la puerta de su casa. Un chiflido por la ventana que dá para la sala y donde todo el tiempo estuvo la tienda, era el santo y seña. Al que él respondía con un extridente y repelente: ¡Ajá, que hay! Al tiempo que abría la vieja y hemoesida -por el rigor del sol- pesada puerta que atrancaba con una tranca de guayacán y que en los tiempos en que su papá, el viejo Enrique Castillo García, vendía cerdo. Era utilizada para matar a los marranos.
Encaletado, nos chantabamos en unos viejos taburetes en la cola del patio, bajo la sombra generada por unos palos de guayaba agria, de cuya venta se rebuscaba. Para disfrutar del mote que éste preparaba con cinco libras de ñame espino y tres de queso, de ése duro que huele a jopo, partido en tolondrones que parecían peñascos. Encharcados en suero atoyabuey y con el arroz embombado en la misma totuma, teniendo como pasante guarapo con naranja agria. El Zorro haciendo honor a su nombre, era tan salvaje en su modo de actuar y de cocinar, al punto de que hacía una ollada de mote, de la cuál repetíamos hasta dos veces, y le quedaba para en la noche.
Luego de la hartura, nos quedábamos tirando risa y hablando burundanga, hasta que el empacho del almuerzo se me pasará y orondo puyaba el burro para mi casa, a la espera de una futura invitación para degustar del peculiar MOTILOTE DE JOSÉ.

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