EL MISTERIO DE LOS GAMBINELLI

Por Wilberto Peñarredonda

Aprovechando un esporádico viaje de rutina que tenía su hermano Horacio Cárcamo Álvarez a la ciudad de Magangué, Jorge decidió enviarle a Albertico Soracá, su amigo del alma, unos zapatos Gambinelli que ya no usaba y que de antemano sabía que ese sencillo detalle, sería recibido con mucho aprecio por el popular licenciado en Ciencias Religiosas con Énfasis en la Liturgia.
Cuando Horacito llegó a la nueva casa de sus padres ubicada en la calle 17 del barrio Pueblo Nuevo, aledaña a mi residencia, yo me percaté de su arribo y salí a saludarlo efusivamente. Luego de ayudarle a desembarcar el equipaje de su automóvil, nos adentramos a la inmensa residencia y tras charlar en su sombrío jardín, me comentó que le había traído a Albertico, un par de pisos que Jorge le había regalado. Es más, me encomendó la misión de entregárselos previa advertencia de que si no me venían a mí, se los diera.  
Siguiendo las instrucciones del emisario del fino calzado, me fui a mi casa con el encargo y opté por medírmelos, a sabiendas que no me iban a servir puesto que yo calzo 41 y los zapatos eran 37. 
Haciendo descomunales esfuerzos y sudando la gota gorda, logré ponerme el derecho que por lo general causa problemas al momento de encasquetarse - como decía el finado Libardo Quesada Flórez - este tipo de accesorios. Cuando quise ponerme el izquierdo, del empeine no pasó. 
Desilusionado, ya que los zapatos estaban bacanos, y cumpliendo a cabalidad la orden de Horacio, insistentemente busqué a Soracá. Ante la infructuosa labor, opté por venderlos y quien mejor cliente que el profesor Daniel Díaz Sánchez, que vivía a media cuadra. Ñañe, como popularmente se conoce al pensionado docente, luego de corcovear usando un calzador, tampoco pudo ponerse el izquierdo. Jaime Gil, el tendero de a la vuelta era la opción. Para sorpresa mía y del propietario del ventorrillo, el zapato izquierdo fue el escollo para no finiquitar el negocio tasado en $ 20.000.
Con tantos inconvenientes, volví a buscar a William Alberto para hacerle entrega de su obsequio, pero a éste se lo había tragado la tierra. Desesperado porque se venía la hora del almuerzo y siendo casi las once y media, aun no definía lo del bitute,  me dirigí al asadero de pollos de Ramón Piñerez, amigo de infancia, que funcionaba cerca a la entrada de la Avenida El Diocesano. Moncho al verme con el paquete, preguntó de salida. “¿Ajá y qué negocio traes entre mano?”  Luego de darle una explicación pormenorizada, se midió el fino  artículo marroquinero, convirtiéndose en el tercer cliente al que el puñetero pie izquierdo,  no le embonó.
Con el crujir de tripas a boca de estómago por efecto del hambre  y sentado en las mesas del asadero, craneando un fortuito cambalache de medio cuatro de pollo con Ramón, apareció como mandado del cielo y de los predios del barrio San Martin, el finado Alberto Quiroz Díaz.  Al verme se acercó y mirando con recelo la bolsa donde reposaba el negoció, me abordó. Después de una pequeña charla donde me preguntó por sus entrañables amigos, los hermanos Cárcamo Álvarez, le propuse el calzado. Apenas vio la mercancía, supuso que eran de su compadre Jorge Cárcamo y aunque le dije que me los habían mandado mis tías de EUU,  el sexagenario periodista e historiador,  no se comió el cuento. 
Al final, en medio de su parsimonioso accionar y luego de quedarle al pelo los cacareados mocasines, sellamos el negocio. Diez lucas casó de salida y el saldo de los otros diez, al cabo de una semana 
El secreto de la transacción  se mantuvo en reserva, hasta que Jorge un día cualquiera llamó a Soracá por celular, y le preguntó qué cómo le habían quedado los zapatos.  Ahí se formó el bololó. Horacito, para enmendar su falta, meses después y en una visita de Albertico a Cartagena, terminó llevándolo a Sprint Step La Matuna, donde unos botines color habano sellaron la reivindicación del conflicto  generado  por los misteriosos  Gambinelli.