Por Wilberto Peñarredonda
¡Arepas, arepas, arepas calienticas! Gritaba incesantemente en la puerta de mi casa, la señora Carmen García QEPD, mamá de los hermanos Villegas García, eternos vecinos del barrio Olaya Herrera en la ciudad de Magangué. La aguda voz de la septuagenaria y furibunda hincha del Junior de Barranquilla, me servía de referente para saber que eran las seis de la mañana y que tenía que estar presto media hora después, para ir a esperar el bus escolar del Instituto Técnico Cultural Diocesano - plantel donde realice toda mi secundaria- en la esquina del Dr. Blanco.
Bien empaquetados y con la cabeza como pollo remojado por efecto del Cheseline, ahí confluíamos para esperar el vehículo que nos llevaría al colegio, los hermanos Humberto y Luis Fernando Cárcamo Barrios, Roy y Gina Fernández Corsi, Laureano Luna Severiche, Jorge Luis Campo Blanco, Leonor y Teresa Ramírez Herazo, y mi persona. Sin descontar a los desaparecidos hermanos Donaldo y Carlos Acuña Menco. Perra Flaca, como popularmente era conocido Donaldo, su presencia no era constante, a veces se iba a pie o en bicicleta, y en ocasiones ni asistía.
El servicio de transporte escolar de la institución fundada en 1974 por iniciativa de Monseñor Eloy Tato Lozada, lo ofrecían en un principio tres buses. Dos metálicos y uno de madera que más tarde se incineró. Cuando yo comencé a estudiar ahí, en el año 1977, sólo prestaban el servicio los dos metálicos. Recuerdo que había uno inmenso de color azul y con una franja ajedrezada que los cruzaba a su alrededor, a la altura de la parte inferior de las ventanillas. El otro, más pequeño, era blanco con cenefa azul, al mejor estilo de las casas pintadas por Miguel Aldana, el popular Gamboa en el reconocido sector de Arrancatronco.
El de mayor confort y más apetecido era el azul, por sus características similares a la de los buses escolares que veíamos en las series gringas que pasaban por tv, y era conducido por Bernardo Giraldo, un cachaco que hacía parte como guardameta, del equipo de Fútbol de los profesores que participaba en los campeonatos intercursos, que se llevaban a cabo anualmente. El cundiboyaco, tenía una manera peculiar de encajonar el balón. No lo esperaba con los brazos extendidos hacia abajo para luego aprisionarlo en su pecho, sino que con los brazos recogidos recepcionaba el balón, y éste por lo general le rebotaba en los codos dejando al delantero contrario, presto para que lo fusilara.
Por la gran cantidad de estudiantes que tenía el ITCD y que contrataban el servicio de bus, los directivos del plantel se vieron avocados en la necesidad de establecer dos viajes por buses, cuyo orden era rotado semanalmente, al igual que el vehículo. Había veces, que a la patota de la esquina del Dr. Blanco nos tocaba el azul, en primer viaje. O el blanco, en segundo viaje.
Ambas rutas tenían sus ventajas y desventajas, pero ante el placer de ir encaramitados, mamando gallo y escuchando y tarareando música de los grupos del momento, como Boney M, Menudo, Abba y alguno que otro vallenato, de Rafa Orozco, los inconvenientes generados por el cambio de ruta, pasaban a un segundo plano.